Perfil: Wifredo Espina pertenece a una generación irrepetible de periodistas catalanes que preparó la transición. El diario 'Pueblo' lo nombró en 1968 periodista del año. A sus mas de ochenta años, sigue en activo
Decano de periodismo
Por Jordi Amat
Edición
impresa Cultura/s| 30/10/2013 La Vanguardia
Hacia finales de los cincuenta,
el financiero Manuel Ortínez diseñó
un plan para conseguir que un grupo de burgueses catalanes se convirtiera en un lobby
con potencia suficiente para influir en las directrices
de la política econòmica del Estado. Tal
como Ortínez lo consigna en sus memorias, el plan
se concretaria en tres acciones: la creación de
un banco solido, la compra de una sede señorial
en el centro de Barcelona y la adquisición de
un diario que sirviera como órgano de opinión del grupo.
En 1957 el sanedrín de los industriales
catalanes del tèxtil se hacía con el paquete mayoritario
de acciones de El Correo Catalán, un histórico
de la prensa barcelonesa però mas vien anquilosado. Fundado
el 1876 para que sirviera a la causa
carlista y catòlica, en la posguerra el tópico
decía que era el periódico de los curas. El hombre
clave de los
algodoneros en el diario -el subdirector
Manuel Ibáñez Escofet, un catalanista procedente
del activismo católico- quiso saber si
el tópico se correspondía o no con la realidad.
El papel de Josep Pla
Su conclusión fue que solo un 10% de los curas de Catalunya estaban suscritos, de modo que el, junto con el director -Andreu Rosselló-, podrían pasar de viejas fidelidades y transformar a fondo el diario. A principios de 1960 Ortínez, como mànager de la propiedad, fichó a un Josep Pla que después del caso Galinsoga creyó que El Correo podria abrir una via de agua a la sólida hegemonia de La Vanguardia. No fue así. El viejo Pla, indisociable ya del mundo del semanario y la editorial Destino, no seria el buque insígnia de un diario que a lo largo de los sesenta, comandado en la redacción por Rosselló e Ibáñez, inicio un proceso de renovación exitoso que constituye uno de los episodios fundamentales para comprender la regeneración del periodismo catalán de posguerra. Enumerar la lista de los jóvenes que escribieron impresiona: Pernau, Huertas Claveria, Joan-Anton Benach, González Ledesma, Permanyer, las míticas páginas sobre religión que durante el Concilio llevaron Casimir Martí y Josep Bigordà... Se convirtió en el segundo diario de la ciudad.
De las figuras de la generación reunidas en aquella redacción -la de los periodistas de la transición, coetáneos de Woodward y Bernstein-, el más significativo, probablemente, fue Wifredo Espina (Vic, 1930). Cursado el exigente bachillerato del periodismo local (de dónde salió escaldado), licenciado en Derecho y formado después con estudios reglados de periodismo (pronto sería profesor en la Escuela de la Iglesia), a principios de los sesenta entró en el Correo sustituyendo a Josep Faulí. En 1968, cuando Pueblo lo nombró Periodista Español del Año, José Carlos Clemente lo seleccionó para el libro de entrevistas La otra cara de Cataluña. Su papel en los medios de comunicación estaba claramente perfilado. "Espina es, en los medios intelectuales y políticos, l'enfant terrible del periodismo catalán". Aquel prestigio era consecuencia directa del impacto que tuvo la sección Cada cual con su opinión, a través de la cual, hurgando en las rendijas de la censura, criticaba documentadamente al régimen. "Cuando empecé a leer diarios, antes de hacer de periodista, no me perdía nunca las notas de Wifredo Espina", escribe Foix en el prólogo. Fue una experiencia compartida. Más de un ministro salía de casa con mal sabor de boca después de haberlo leído y Manuel Fraga lo tenía atravesado, como recuerda Espina en una magnífica necrológica incluida en el libro. Era un opinion maker (Sergio Vila-Sanjuán), un articulista progre y juicioso (Llàtzer Moix), un eslabón que no chirría en la cadena de los grandes forjadores de opinión ciudadana (Carles Geli).
El papel del 'Correo'
¿Qué pasó con Espina? En plena transición El Correo, que estubo controlado por Pujol cuando se catapulto como político, perdió independència y ventas, y por múltiples motivos no se supo sincronizar con las palpitaciones del tiempo (así lo anoto en su dietario Josep M. Vilaseca, miembro del consejo de administración, el dia de la muerte de Franco). Llegó un momento, a mediados de 1979, en que los accionistas del diario querían venderlo, ya fuera a Convergència (que dominava en la propiedad), el PSC (la carta que jugava Llorenç Gomis, el director) o la UCD. Y para colmo una redacción inclinada a la izquierda. Tensiones en todos los órdenes en un momento de fuerte reconversión. Disolución del espacio que había ocupado. Esta podria ser una explicación. ¿Qué pasó, pues, con un periodista lúcido, con opinión pròpia, sólida y a la vez rotundamente centrada en los amplios margenes de la catalanidad? Aquello que sucedió, sospecho, es que su firma estubo fielmente comprometida con un determinado diario y este diario entró en una larga decadència que implicó la progresiva pérdida de visibilidad de una opinión calificada.
Pero la sorpresa es que este decano del buen periodismo catalán sigue avanzando en solitario, apuntalando sus textos en una idea firme, cuál debe ser la función social del periodismo. A menudo lo leo en su blog del e-notícies. Algunos de los artículos los ha recogido en un libro. Uno de los más impactantes es La burbuja político-mediática, escrito poco después de las últimas elecciones autonómicas. Él, que comandó el Centre d'Investigació de la Comunicació, critica las amistades peligrosas entre periodistas y políticos. "Si los profesionales de los medios no saben, no pueden o no quieren deshacerse de estas tentaciones y servidumbres y continúa el contubernio político-mediático, seguiremos en un irreal oasis catalán, con las consecuencias de desorientación general de la opinión pública y con las dificultades de interpretación de la realidad por parte de los políticos". Verlo así de claro, a los ochenta y pico, con tanta experiencia, no parece una mala lección.
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