Son normales y legítimas las aspiraciones
reformistas y también las rupturistas frente a la momificación de legalidades y
acuerdos de todo tipo que pretenden detener el transcurso vital en que están
inmersos los individuos, los pueblos y la sociedad. Otra cosa seria ir contra
natura.
Los marcos legales y los pactos
políticos son fruto de unos consensos en unas circunstancias históricas
concretas. Tienen vocación de permanencia temporal, la más larga posible,
indefinible pero no infinita. También las constituciones refrendadas por los
pueblos. La nuestra nació de un gran pacto de supervivencia y de generosidad de
las distintas posiciones políticas y sociales, en un momento muy singular.
A los inmovilistas recalcitrantes hay que
recordarles que hay vida más allá de la Constitución. Si las nuevas
circunstancias vitales, profundas y contrastadas, lo piden clamorosamente,
habrá que modificarla en consonancia con los nuevos tiempos y las legitimas
demandas mayoritarias de la colectividad que la aprobó o de una parte de la
misma, con personalidad cohesionada y sólida, que tenga o haya alcanzado
mayoría de edad.
Si los instrumentos o las vías para este cambio no
son adecuados o son prácticamente intransitables, la iniciativa y la
imaginación política responsable debería encontrar las fórmulas adecuadas en un
marco de entendimiento, lealtad y convivencia. El enfrentamiento provoca enfrentamiento;
la deslealtad, deslealtad, y la agitación, imposición autoritaria.
La Constitución es garantía de convivencia
democrática, pero hasta un límite razonable. Más allá de este, como sería
considerarla intocable o un texto sagrado, podría ser garantía de todo lo
contrario, de inconvivencia. Es fácil comprenderlo. Como lo es pensar que
seguramente hemos llegado a este límite razonable, por lo menos en algunos
aspectos. El principal, la revisión de la distribución territorial del poder.
No todo se reduce a la simplista disyuntiva centralismo o
independentismo de alguna comunidad que reclama más reconocimiento de su
personalidad. Hay más formas posibles -no fáciles- de reorganización
territorial: desde un estado autonómico mejor clarificado, más respetuoso con
las competencias de cada cual y con instituciones de mutua colaboración (el
Senado, p.e.), hasta la federación o la confederación. Y tampoco hay que caer
en la simetría, pues ni todas las comunidades son iguales ni tienen las mimas
posibilidades o aspiraciones.
Hay que huir del inmovilismo y del simplismo. Ni la
Constitución es la Biblia inspirada por algún dios, ni el enfrenamiento
independentismo contra unitarismo constituye un mandato de otros dioses. Ambos
son más bien productos de la obstinación. En definitiva, de actitudes legítimas
pero muy dogmáticas.
Y los dogmatismos son contrarios a la democracia,
que es aún la mejor actitud y garantía de la pacífica convivencia. La que más
se corresponde con el incesante transcurrir de la vida misma.
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